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Escribir para salvarse

Apenas habían pasado 8 minutos y la meta eran 30. La resistencia estaba en el nivel 9 y yo ya me estaba sintiendo alcanzada. Cuando la máquina marcó 10 en tiempo, el nivel de resistencia subió a 11. La velocidad con la que comencé ya se había disminuido casi a su mitad. 15 minutos, solo hacía falta la mitad del tiempo. 15 de resistencia. Mi velocidad ya no era ni la mitad de la inicial.

Quien tenga una buena rutina de ejercicio leerá esto pensando que soy una floja. Y tendrá razón. Yo no daba para más. Si la resistencia aumentaba y el tiempo no avanzaba, yo iba a tener que detenerme porque de verdad me estaba comenzando a sentir incapaz de continuar. Durante 5 minutos el nivel de resistencia se mantuvo en 17. Cuando el temporizador marcó 21, empecé a sentirme lentamente aliviada. 27 minutos y 2 puntos de resistencia. Qué alivio. Por fin, después de 27 minutos, me sentí bien. Fue extraño, porque me sentí demasiado bien.

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Tres años después del primer rompimiento amoroso (y si se cuenta con la suerte de que las cosas se muevan en favor del corazón roto) uno se siente tan bien. Creo que lo que alegra al cuerpo y tal vez el alma es el recuerdo de haber estado tan mal y el sentimiento de ya no estarlo. Mirar para atrás y tener la certeza de haber salido casi triunfante de un suceso que en su momento pareció el fin, es sentir una alegría que sacia de verdad.

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Las dos anteriores son situaciones por las que, atrevidamente diré, cualquiera ha pasado. Situaciones como sufrir la muerte de un cercano, chocarse de frente con otra cultura, esperar que los gatos no mueran y que nadie se atreva a talar los árboles de enfrente, Esther Fleisacher las retrata tan bien que parecen sucesos ajenos a nosotros. Parece que lavar la ropa fuera cosa de escritores. Como si mientras uno aprende que hay que quitarle todo el jabón a la ropa que se está lavando, sumergirla bien en agua y luego exprimirla con fuerza, tuviera un lado de su cabeza pensando en cómo irá a plasmar aquello más tarde en el papel. Cómo hacer para que el lector se quede en el libro si debería estar sumergiendo en agua y jabón la camisa que va a ponerse pasado mañana.

No voy a revelar aquí cómo lo hace, cómo hace la escritora de Gestos hurtados, para que con cada texto que se termina el lector quiera pasar al siguiente para ver a la cotidianidad tratada como poesía. No lo voy a revelar principalmente porque no lo sé. Esther Fleisacher, en esta edición del Fondo Editorial de EAFIT, logra expresarse a través de una cantidad de sucesos con los que muchos nos sentimos absolutamente identificados. Pero lo afortunado de todo esto es que lo hace como si viviera flotando. Como si los días de esta escritora no se fueran en lo mismo en lo que se van los nuestros: el camino de la casa al trabajo, el trabajo, el descanso, el regreso a la casa, el sueño.

La diferencia entre Esther y nosotros es que: “trapo en mano, limpia(mos) nuestros carros antes de salir para el trabajo. Limpia(mos) caca de pájaros y chorreados de murciélagos”. Mientras que ella gasta el tiempo en otras cosas. En sus palabras:

Paso la mirada por la pintura hecha un asco de mi auto, pero no tengo la disposición para bajar todas las mañanas diez minutos antes a limpiar excrementos. Gasto ese tiempo leyendo o releyendo algún poema y así columpiar el nuevo día en un verso. Prefiero aventurarme a la ducha de las palabras que al mandato del trapo y el carro limpio.

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Todo lo que está puesto en Gestos hurtados parece escrito con un propósito de auto salvación. Parece que su autora decidió vivir la vida más allá de lo que le propone el día a día y más tarde resolvió hacer de esto un libro para que sus lectores hurtaran de sus páginas los gestos que ella hurtó de otros: de sus personajes.

Fue con la muerte de mi mamá, cuando tenía más de cincuenta años, que pude entender que el luto debió tener un sentido protector. La muerte de alguien cercano nos vuelve más vulnerables, es un dolor que nunca es posible situar. A veces arden los hombros, o duele el estómago, o los ojos no logran enfocar; también sucede que la cabeza repasa historias o se pregunta lo que no tiene respuesta; o se siente un dolor que llamamos del alma que se amarra en la mitad del pecho o en las rodillas que flaquean.

Cuando estamos de luto el alma en carne viva se instala en la piel, saber esto me permite vislumbrar que el luto servía para decirle al otro: “Cuidado (cuídame), estoy frágil”.

TODO LO QUE HAY AQUÍ FUE HECHO CON AMOR

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