Decidamos qué leer
- “¿Algunos de ustedes han leído Crepúsculo? Y si lo han hecho, ¿qué les gustó de la saga?”
De esta manera, comienza una discusión planteada en el conversatorio inaugural de la última versión de la Parada Juvenil de la Lectura en la ciudad de Medellín: “Decidimos qué leer”. Este conversatorio, precedido por dos investigadores de la capital colombiana, abrió un pequeño debate basado en el tema de la lectura. Tanto en cantidad como en calidad.
Mucho se ha afirmado que en Colombia no se lee. Que somos un país mil veces contado, pero pocas veces leído en nuestro interior. Pero, y aclaro que todo esto resultó del conversatorio, estamos sentados en un momento de la historia en el que una de las actividades más frecuentes es la lectura. Porque el texto no se limita al libro impreso, al periódico de la mañana o al documento académico; un texto es una composición de signos que necesitan de alguien que los decodifique y esto no puede tener límite de formatos.
Sin embargo, ¿qué estamos leyendo? Decidimos qué leer, eso está claro, pero ¿hacia dónde nos están llevando esas decisiones? ¿Qué pasa por la cabeza de un adolescente de noveno grado que prefiere leer más de 1000 páginas de Stephenie Meyer a 300 páginas de Gabriel García Márquez? Tenemos en Colombia una enorme cantidad de jóvenes que buscan qué leer y hay algo que los Best Sellers o la llamada literatura juvenil les está dando. Algo que claramente no parecen encontrar en la literatura clásica o incluso en la contemporánea.
Fácilmente podríamos depositar la culpa del problema de lectura en la educación primaria y secundaria que tantos fallos ha tenido en países como Colombia. Y dónde más decir que radica el problema, si es allí donde pasamos la mayor parte de nuestro tiempo como niños, jóvenes y adolescentes. Es allí, y durante ese tiempo, donde construimos lo que después nos servirá, para bien o para mal, como base de nuestra educación y de nuestro comportamiento.
A la pregunta expuesta al comienzo de este texto y planteada en el conversatorio nombrado con anterioridad, una de las asistentes respondió sin titubeos: “Yo leí los primeros dos libros. Creo que lo que realmente me atrapó por un tiempo fue la descripción tan corta que se hace de Bella en la novela. Porque solo me dieron dos o tres rasgos de ella, no supe más del personaje. Y entonces eso me dio la libertad de llenar a Bella con cosas mías. Yo era Bella”.
¿Si ella es Bella, podría yo ser Ulises? ¿Podría yo depositar en Fermina Daza características solo mías? ¿Qué rasgos míos podría tener un hombre que enloqueció de tanto leer novelas de caballería? ¿O sería yo tal vez Sancho Panza, sencillo y bonachón?
Atrevidamente voy a decir que lo que hace que aquél adolescente de noveno grado compre en la librería la saga de cuatro libros de Stephenie Meyer y no se vaya a casa con un ejemplar de El amor en los tiempos del cólera, es la identificación. Yo, personalmente, me enamoré de Florentino Ariza, quise que me siguiera en el camino hasta el colegio y que me enviara cartas reafirmándome su devoción. Pero nunca me sentí identificada con Fermina Daza. No pude depositar en ella rasgos de mi personalidad porque García Márquez me regaló un personaje completo.
“Contar historias - ficticias o no, realistas o embellecidas con dragones- es una manera de darle sentido al mundo alrededor nuestro”, afirma Julie Beck, columnista de la revista literaria The Atlantic. Y qué otra cosa podemos estar haciendo en noveno grado que buscar sentido. Andamos aparentemente muy ocupados viviendo nuestra vida como adolescentes, pero realmente estamos buscando sentido en cada cosa que hacemos o decidimos dejar de hacer.
Ya solo con contar lo que nos sucede día tras día estamos construyendo historias con hilos narrativos que nos definen absolutamente. Contamos nuestras historias como si fuéramos parte de una novela o como si fueran cuentos cortos.Porque para noveno grado estamos inmersos viviendo épocas de grandes transformaciones personales, de encuentros crudos con la realidad y de choques frecuentes con todo lo que nos rodea. Buscamos entonces que sean esas historias las que nos regalen a la hora de presentarnos con el maravilloso mundo de la lectura.
Sin embargo es a Ulises, al ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, a Zeus y a Aquiles a quienes recibimos como tarea por parte de nuestros profesores del colegio para leer en tiempos limitados y para analizar luego en tiempos récord. Y cuando terminamos con la educación secundaria y si acaso comenzamos la superior, están ahí las cifras para afirmar que en Colombia no leemos. Porque nos supo amargo La Ilíada, porque no encontramos nada que nos atrapara en La Odisea, porque al final nunca nos sentimos identificados ni con Don Quijote ni con Sancho Panza.
Vale la pena aclarar que para nada estoy poniendo en duda la grandeza de la literatura clásica. Lo que aquí se cuestiona es la necesidad de leer estos grandes textos en una edad en la que lo que realmente estamos buscando es identificación. Poco sabemos de lo que estamos haciendo en noveno grado y, menos aún, tenemos idea de lo que haremos más tarde.
Entonces, maestros, motívennos a aferrarnos a un hábito de lectura que tanto bien nos va a hacer por el resto de nuestras vidas. Aprovechen lo poco que sabemos de la vida y déjennos buscarnos en los textos sencillos, aquellos con historias parecidas a las nuestras, para luego llegar por nuestros propios medios a textos que nos lleven a otros mundos completamente distintos.
“El maestro verdadero no enseña a resolver los problemas matemáticos, sino que instiga hacia la solución individual. El mejor método es el que cada uno tiene dentro. […] Cada hombre está llamado a llegar al Espíritu con sus propios pies. Cada mente manifiesta en su procedimiento el modo de su auto-expresión”. – Fernando González
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